domingo, 8 de abril de 2012

Crítica en Luna Teatral de María de los Ángeles Sanz

Gregorio de Laferrere escribe Las de Barranco como un monólogo para la actriz característica Orfilia Rico1, a quien admiraba y consideraba profundamente. Cuidadoso del texto y de la palabra, era a la única que le permitía “morcillar”, es decir, introducir en plena escena, algún bocadillo de su factura. Viendo que la idea daba para más, surge luego la obra como la conocemos, con sus personajes livianos tan cercanos al vaudeville, y con sus personajes centrales que llevan adelante, con la figura de Doña María como centro, la tensión dramática que se plantea en esa familia de clase media baja por la supervivencia. Porque si en otras comedias de la época, tallaba el ser y el parecer de sus personajes, que querían aparentar un bienestar económico y social que no tenían, en la obra Laferrere va más allá y  son dos los nudos gordianos que la intriga desarrolla. Por un lado, la necesidad de vivir todos los días a cualquier costo y por otra parte, el lugar que ocupa la mujer en esa red que teje la sociedad, dejándola con escasos recursos para realizarse con decencia. En el entramado entre Doña María y sus hijas, Pepa, Manuela y Carmen, surge otra textura que es la relación entre Carmen y Linares, y la opción de seguir siendo un instrumento de la autoridad materna dentro de una casa que a vistas claras se derrumba, o escapar a través de una figura masculina que introduce otra línea de fuerza, ausente en ese territorio; a pesar de saber que su consecuencia es la estigmatización  de todos. Zaida Mazzitelli, como directora privilegia la primera cuestión y el punto de vista pasa por el personaje central de esa madre desaforada. La interpretación de Anabela Graciela Denápole, es contundente y recuerda a lo que uno puede recordar por las viejas películas argentinas del desempeño de las actrices del campo del actor nacional, es naturalmente verosímil, su Doña María es toda lo cínica, egoísta y ciega que se merece. La composición de Pepa que lleva adelante Lucía Scotto di Carlo, “muerde”, pasa de la furia a la ternura sin llegar al patetismo, y también uno siente que el texto la atraviesa, al igual que a Manuela, Laura Ledesma, que construye su tilinga con gracia y sin excesos. Los personajes que acompañan desde el coro los acontecimientos; Manuel Heredia, Maricel Vicente, Gustavo Brenta, María Cecilia Cabrera, Rubén Ramírez y Horacio Serafini, cumplen su rol con el ritmo esperado para una pieza que tiene como marco un género donde las entradas y salidas de personajes y sus equívocos son la regla a seguir. El personaje de Carmen, central en ese triángulo entre Doña María y Linares, como antes lo ha sido entre Doña María y cada uno de los posibles salvadores ocasionales, es por su ambigüedad de difícil factura. Entre la resignación y la obediencia, con algunos arrebatos de rebeldía sofocados por el deber filial, y liberados por el amor que finalmente le da la fuerza que le faltaba, requiere un grado de sutilezas que no siempre estuvieron presentes en María Eugenia Gómez y su criatura, incómoda en los momentos de retroceder ante el embate materno, se luce más cuando el dueto se establece desde el enfrentamiento decidido, y su actuación crece en los momentos finales con mayor naturalidad. Los personajes masculinos centrales, Morales, Alberto Romero y Linares, Matías Broglia, resuelven bien su rol, con más fuerza y credibilidad el primero que el segundo. En ese ir y venir incesante de los personajes que se muerden la cola unos a otros, en un último intento de Doña María de detener su fracaso, los pesados cortinados  como biombos son funcionales a la escenografía, que se inclinó por un minimalismo atemporal. No así el vestuario, que imponía, y sino del todo, anclaba la pieza en su fecha de estreno. Los sonidos en la extraescena, como así también las voces resumen de alguna manera un texto largo, que la dirección podó en algunos momentos, cerrando actos con la iluminación, cortando situaciones más extensas en la letra de la pieza. Laferrére, a través de una situación individual, la pensión de una viuda del capitán Barranco, pone en acto una realidad de su época que conocía muy bien. Denuncia sin alegato, sino haciendo vivir a sus personajes las dificultades y los sinsabores de una etapa del ser nacional que se construía entre un pasado de glorias confusas, y un presente indescifrable, en la creciente Buenos Aires cercana al Centenario.


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